“Vi a camaradas colgados de caños y cables pidiendo auxilio, en lo que era el comedor”, dijo el Ruso Wery, tripulante del Crucero General Belgrano.

Al igual que todos los años, el dos de mayo es para nuestra región, un día muy especial, conmemoramos una fecha trágica para nuestra argentinidad, porque el dos de mayo de 1982, dos torpedazos del submarino atómico “Conqueror” de la flota inglesa, alrededor de las 16;00 horas, destrozó la estructura del ARA General Belgrano que llevaba 1093 tripulantes y estaba fuera del área de exclusión, para que en menos de una hora desaparezca de la faz del mar, donde perecieron 323 marinos argentinos, entre ellos, un hijo de la ciudad de Las Toscas, Héctor Aníbal “Cojinillo” Casali, y otro santafesino de San Joaquín, por entonces un joven sub oficial maquinista, Ricardo “El Ruso” Wery de tan solo 23 años, pudo salvar su vida y hoy nos cuenta minuto a minuto, lo que allí vivieron.

Sabíamos que era una misión muy riesgosa, pero todos estábamos concientizados que transitábamos un estado de guerra e íbamos a apoyar a nuestros camaradas en el inicio de las acciones bélicas;  el 01 de mayo de 1982, mientras el Belgrano navegaba junto a los destructores Bouchard y Piedra Buena desde la isla de los Estados rumbo a Malvinas, el grueso de la tripulación desconocía los pormenores de una misión casi imposible, luego abortada: localizar por el sur y atacar a la flota británica.

 El Ruso había zarpado con los otros 1092 tripulantes de la base de Puerto Belgrano el 16 de abril. No tenía noticias sobre el destino de su hermano, embarcado como camarero del ARA San Antonio para la Operación Rosario. En los momentos de ocio, de eso hablaba con su colega, Blas Fernández, también maquinista, y con un novel conscripto de sus pagos santafecinos con quien alimentó una fecunda amistad. Aquel joven, decisivo en el destino de Wery, tenía 18 años y era oriundo de Las Toscas, un pueblo 300 km al norte de Colonia San Joaquín. Se llamaba Héctor Aníbal Casali.

“El domingo dos de mayo alrededor de las 08,00 horas, una orden del estado mayor de la marina, estipula que el Crucero Belgrano vuelva hacia el lugar de origen, y se dirija nuevamente hacia la Isla de los Estados, alrededor del mediodía, ya estaban fuera del área de exclusión, por la tanto el capitán del navío ordenó  levantar el estado de emergencia y pudimos normalizar las actividades”, dijo  Wery , “Me duché, almorcé tranquilamente y me hice cargo de la guardia en la sala de máquinas, debería cumplir mi misión hasta las 16,00 horas, pero diez minutos antes de la hora estipulada, llegó el relevo en el sector de las máquinas de popa.

“Me dirigí al comedor  para merendar, ubicado una cubierta más arriba del cuarto que albergaba la propulsión del buque, el amplio comedor, a su vez, se dividía en dos largos ambientes y a esa hora estaba repleto de gente, me serví chocolate caliente y facturas,  pensaba ubicarme en el salón principal con el resto de mis camaradas, cuando una voz me detuvo, Eh… Ruso, veni acá conmigo que estoy solo, necesito conversar con vos,  me dijo “El Gringo”  Casali”.

“Fuimos hacia arriba y cuando estábamos  por sentarnos, un estruendo seco y atronador, seguido por un insaciable fogonazo estremeció la estructura plúmbea del Crucero,  todo quedó inmediatamente a oscuras. Las mesas remachadas al piso volaron violentamente por el aire, lenguas de fuego invadían el comedor y había rajaduras y partes levantadas de la cubierta. Por allí brotaban agua de mar y petróleo a presión. Los gases  y el vapor mezclados con un viscoso humo blanco tornaron irrespirable el ambiente”.

 El efecto devastador del primer torpedo Mark 8 lanzado con sigilo a una distancia de 5000 metros por el submarino nuclear HMS Conqueror, no radicó sólo en el impacto de sus 364 kilos de carga explosiva bajo la línea de flotación, en el costado de popa, por la banda de babor. Su poder letal fue la sinergia del impacto en los tanques de combustibles: en segundos ardió todo el sector de las máquinas de popa, incluidos los sollados y camarotes donde descansaban los suboficiales, a los pocos minutos sobrevino la segunda explosión, la nave se escoró en el acto 5° babor. Quedó en penumbras y cesó la propulsión. Por la onda expansiva, salimos despedidos varios metros y segundos después, sobreponiéndonos al aturdimiento, logramos incorporarnos, el Gringo me preguntó; ¿Qué pasó?, yo le dije que fue un torpedazo y decidí dirigirme a la zona de comedor”.

“Todo era oscuridad, temperatura asfixiante, llamas que se erigían amenazantes, y vi que el piso del comedor que a la vez era el techo de la sala de máquinas había desaparecido, camaradas colgados de caños y cables que gritaban, AUXILIO… AYUDENME, yo sin poder hacer absolutamente nada, observé como algunos de ellos caían hacia las intensas llamaradas que se desprendía de los motores; volví al lugar donde estaba Casali y le dije, vamos cada uno a nuestro sollado; que es el camarote, a recoger las pertenencias de cada uno, un bolso del tamaño de una mochila que tenía todo lo necesario para sobrevivir en emergencias; todo era oscuro, pero teníamos prácticas de desembarco en emergencias, para conocer la totalidad del navío en completa oscuridad y eso nos sirvió para ese momento; le pregunté a Casali si se animaba y me dijo que SI, nos vemos en cubierta”.

“Pasaron algo más de diez minutos, subí a cubierta, al lugar donde estaba la balsa asignada para mí y otras 21 o 22 camaradas, unos 20 o 30 metros más adelante estaba la balsa asignada para el Gringo y lo vi preparado para  el desembarco; ya que hubo además héroes anónimos del sector Control de Averías que munidos con máscaras OBA hasta último momento se adentraban en las cubiertas bajas intentando rescatar a quien quedara con vida, además de ver si podían salvar el hundimiento del Belgrano, informaron al Capitán de la embarcación que NADA podía hacerse, ya la nave estaba encorada hacia la izquierda, POPA y PROA destruida, antes de media hora de los torpedazos recibidos, comenzó el desembarco, primero los heridos, luego los conscriptos que tenían menos experiencias y finalmente el personal de suboficiales y oficiales”.

“Allí comenzaba otra etapa, hacía frío, estábamos todos mojados, las olas superaban los seis o siete metros de altura, el Belgrano continuaba hundiéndose en cámara lenta, el viento nos llevaba contra la estructura del barco y con todo el esfuerzo y la ayuda del oleaje, logramos superar los más de 150 metros de longitud del barco; cuando me doy vueltas y miro hacia atrás, veo como el ancla que se bamboleaba, se derrumba sobre dos balsas, a las cuales la hundió automáticamente; «¡Viva la Patria! Viva el Belgrano», fue el lamento disperso, estremecedor, que retumbó en aquel confín del Atlántico. Gritos mancomunados de desahogo, de impotencia, de dolor, acompañados por lágrimas, bronca y llantos. Un último saludo. El tributo final a esa tumba marina, de acero claudicante, en la que perecieron los héroes del ARA Crucero General Belgrano.

«Fue un momento durísimo, seguido por una gran explosión. Nosotros suponemos que la provocó el contacto de las calderas hirviendo con el agua marina helada. Aunque otros dicen que a las santabárbaras, cargadas de municiones de los cañones las alcanzó el fuego y por eso explotó», dice Wery.

 Hundido el Belgrano, arreció un gran temporal con olas de casi siete metros. Los 17 tripulantes de la balsa que compartían El Ruso y Fernández intentaban darse calor con su orina y abroquelando los cuerpos ateridos.

El jefe de la balsa temió por la hipotermia y lo que se conoce como «muerte blanca»: cuando el frío tan intenso entumece partes del cuerpo y provoca somnolencia. Nadie debía dormirse por más de 3 minutos y el compañero de al lado debía zamarrearlo si ello ocurría. Cuenta Fernández que al estar subocupadas algunas balsas, algunas de ellas rasgadas, con entradas de agua de mar y con sólo tres tripulantes,  una veintena de tripulantes no lograron sobreponerse a la hipotermia y fallecieron en las balsas o en los buques de rescate.

No sabían cuánto tiempo duraría el naufragio, por eso el primer día nadie bebió ni comió nada. Los rezos a la Virgen Stella Maris, la patrona de los marinos, se alternaban con la entonación del Himno y la canción de la Armada.

«Cuando veíamos que estábamos muy callados, alguno siempre se ponía a cantar y los demás lo seguíamos», describe Blas Fernández, que con su ropa mojada sufrió principios de hipotermia. Años después, no sabe si a causa de esa afección, le extrajeron trozos de ambos pulmones.

«Nunca pensé que me iba a morir. Jamás. Sabía que nos estaban buscando», recuerda Wery. «En la balsa lo que a mí me angustiaba era la preocupación que le estaría causando a mi mamá, mi papá y mi hermano. En mi mente y en mi cuerpo, lo más importante era soportar el frío. Después todo era cuestión de tiempo y de mantener a raya la ansiedad». Habían transcurrido 20 horas interminables de naufragio cuando un avión de la Armada divisó balsas a la deriva. Cinco horas después los náufragos otearon la silueta del Aviso ARA Guruchaga, que junto a los destructores Bouchard y Piedrabuena y el rompehielos Bahía Paraíso se abocaron a las arduas tareas de rescate.

El buzo táctico Ovelar César, oriundo al igual que Wery de Colonia San Joaquín, se zambulló en el mar con una amarra y sujetó la balsa al casco del Gurruchaga. Al verlo, a Wery lo desbordó la emoción. A bordo los alzaban a cococho para trasladarlos dentro del buque. Ninguno podía caminar. Tenían principio de congelamiento de la cintura para abajo. Caldo, chocolate caliente, ropa seca, mantas y breves turnos de descanso en las cuchetas para luego cederlas a los recién llegados o a los que padecían una peor condición. Dormían sentados, amontonados en los pasillos y otros se acomodaban en las calderas para recuperar la temperatura corporal.

 El Gurruchaga era un barco chico, con poca capacidad y a pesar de las limitaciones cumplió con una tarea heroica. A las 09;00 horas del 5 de mayo atracó en el puerto de Ushuaia devolviendo a tierra a 380 de los 770 sobrevivientes tras protagonizar el mayor rescate en la historia naval Argentina. Veintiocho tripulantes desaparecieron en alta mar y otros 23 perecieron, no pudieron sobreponerse a las quemaduras y a la hipotermia del naufragio.

El buzo Ovelar avisó por telegrama a la familia de Wery de que había sido rescatado con vida. Todo el pueblo de Colonia San Joaquín fue a recibirlo como un hijo pródigo. Él, dice, hubiera preferido en ese momento un reencuentro más íntimo, sólo filial. Abrazar y llorar junto a su madre, Delia María y su papá, Manuel Alcides. Nunca se animó, no quiso ir hasta Las Toscas para reunirse con la familia de Héctor “El Gringo” Casali, el conscripto que con su avidez por la conversación, terminó salvándole la vida, pero ahora SI y después de 38 años, decidió junto a su mujer e hijos que irá a Las Toscas, a conocer la familia de Casali, a participar del acto en homenaje a los Héroes del Belgrano, que todos los años se realiza en dicha ciudad, pero lamentablemente por la PANDEMIA, otra vez NO pudo ser.

«El Ruso», a diferencia de otros sobrevivientes, nunca logró sobreponerse del todo a la tragedia del Belgrano. Las imágenes más lacerantes vividas por sus compañeros se reeditan a menudo en su memoria. Pero el noble Belgrano es como una tragedia familiar que esconde en los pliegues de aquella odisea mil y una historias de heroísmo. «Nada hay más vivo que un recuerdo», escribió Bonzo y esa síntesis la hace suya Wery.

El Ruso continuó navegando y embarcado hasta que en 2007, tras prestar servicio durante 48 años en la Marina, la institución—asegura—»que me dio mucho más de lo que me quitó». «Si Dios quiere el año que viene estaré en la ciudad de Las Toscas, para conocer el pueblo, la familia y amigos del Gringo y además participar del acto que allí se realiza”, terminó diciendo Ricardo “El Ruso”  Wery, en una charla emocionante, en una emisora radial de la ciudad de Las Toscas.

 

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